Stendhal se asombraba de que esta “pequeña montaña reseca y fea produzca un vino tan destacado”: definitivamente, en Borgoña el hábito no hace al monje. En efecto, es una paradoja bien borgoñona que una colina rocosa albergue en su subsuelo lo necesario para hacer el más destacado vino blanco seco del mundo.

Montrachet : El gran cru más meridional de la Borgoña

En la cuesta meridional de Beaune, dos pueblos se reparten el Montrachet: Chassagne-Montrachet y Puligny-Montrachet. Debe su nombre a su aspecto: en la Edad Media se lo llamaba «mont rachet» o «mont rachaz», es decir, un monte pelado, árido, donde la vegetación se reduce a bojes y otros arbustos espinosos. En verano, esta viña pedregosa con exposición sur-sureste es un auténtico horno. 
Aun así, los monjes cistercienses de la abadía de Maizière y los señores de Chagny no tardaron en ver el potencial de este terroir sin igual. Las cuestas de este climat, donde asoma una vena de tierra marrón y colorada, son un tesoro tal que es habitual frotarse el calzado, zuecos o zapatos según la época, antes de trabajar en el Montrachet.

Degustar El Montrachet «De rodillas y con la cabeza descubierta»

Si bien Stendhal se muestra crítico, no es el caso de Alejandro Dumas, que con su elocuencia insta al degustador a rendir honores al Montrachet saboreándolo «de rodillas y con la cabeza descubierta».
En nariz, su buqué evoca la mantequilla, un cruasán caliente, el helecho y la miel. Es un vino virtuoso, untuoso y firme que logra la armonía perfecta. En la mesa, este gran borgoña se acompaña con platos nobles: rape, la fina carne de la pularda, pero también el caviar, el bogavante... ¡todo bien simple!

¿Sabía que...?

El Montrachet extiende sus viñas por exactamente 7,99 hectáreas, se reparte entre 18 propietarios y produce 50 000 botellas al año. Es el primogénito de cuatro grandes crus vecinos, con Chevalier-Montrachet, Criots-Bâtard-Montrachet y Bienvenues-Bâtard-Montrachet.